Jorge Chávez Palma / Edith Báez Reyes
Crisis de valores
La crisis que vivimos no es solo económica, tiene que ver también con la pérdida de principios fundamentales, y su sustitución por otros que provocan e incrementan la descomposición de la sociedad. A esta dimensión de nuestra problemática se le puede llamar crisis de valores.
La realidad moral no consiste en un conjunto de patrones de comportamiento universales e inalterables, sino que aquella varía con los cambios históricos. Una verdadera batalla entre concepciones morales contrapuestas, que se corresponden con visiones diversas de cómo deben conducirse los asuntos de la sociedad y hacia qué metas, tiene lugar en nuestro país. ¿A qué se debe, de dónde surge la moral de la minoría que intenta imponer a toda la sociedad? El deterioro moral que sufrimos encuentra su raíz en los procesos socioeconómicos que han tenido lugar en las últimas décadas. Nos referimos a la instauración de un régimen socioeconómico y el sistema político que lo acompaña: el neoliberalismo. A esta se asocia una especie de religión del dinero y de la ganancia fácil, una dura actitud de acendrado egoísmo que no muestra el mayor interés por la comunidad.
Las elites devotas del nuevo Dios de la globalización de los negocios, entre las que destaca la oligarquía mexicana, se han deslumbrado tanto por el mercado que han quedado ciegas para ver la realidad que está más allá de sus particulares intereses. En realidad creen todavía con más vehemencia –aquí si con franco fundamentalismo- que el Estado tiene un papel fundamental. Solo que en la única acción del estado en que creen, es aquella en que éste trabaja afanosamente para favorecerlos. El pensamiento neoliberal reduce las facultades del Estado a garantizar los negocios de una minoría y a dar seguridad jurídica a sus inversiones. Considera como un hecho natural la desigualdad y la pobreza. No hay mercado natural alguno, sino un sistema de exacción de la riqueza que depende para su funcionamiento (en un sentido u otro) de la intervención política.
Bajo el dominio y control de estas élites, el Estado está abandonando sus responsabilidades y funciones elementales frente a la colectividad nacional, su espesor moral, para convertirse en un mero administrador de los intereses de un pequeño grupo. Los sucesivos gobiernos priístas y panistas, cada vez más alejados de una ética de servicio construido por muchas generaciones y de preocupación por el bienestar de cada uno de los ciudadanos –que ha caracterizado a la sociedad mexicana en los mejores momentos de su historia-, no han hecho otra cosa que empobrecer al país y hacerlo cada vez más dependiente.
Concomitantemente, en esferas fundamentales los mexicanos no solo no hemos ampliado nuestras libertades y derechos, sino que éstos se han visto cada vez más disminuidos (por ejemplo, en libertad de expresión y derecho a la información), mientras se llevan a cabo otros recortes (como es el caso de los derechos laborales). No es solo que no se está atendiendo adecuadamente a los empobrecidos ya que fueron creados por la maquinaria del capitalismo salvaje, sino que no se cesan de promover las condiciones para que millones queden sin empleo y sustento digno. Tiene razón Ignacio Ramonet cuando reflexiona que “con el auge de la globalización económica, salimos del capitalismo industrial para adentrarnos en una era de capitalismo salvaje cuya dinámica profunda es la desocialización…”
Así, pues, en el México actual anidan dos sistema morales principales. El ya descrito, que promueve una minoría de enriquecidos hasta el hartazgo, con sus antivalores; y el que todavía orienta las ideas, los sentimientos y los fines de la mayoría del pueblo mexicano. Por fortuna, la moral oligárquica no ha conseguido ahogar la moral popular que tiene profundas raíces en nuestra historia. En el pueblo mexicano, especialmente en los de abajo, en sus bases populares rurales y urbanas, en sus comunidades y pueblos indígenas, en sus trabajadores, así como en las clases medias sensibles y responsables, en sus intelectuales y académicos, comprometidos y honrados, en los ciudadanos que apoyan las causas sociales y democráticas, anidan muchos valores que son fundamentales para impulsar e inspirar los grandes cambios que necesita el país. Un país en donde la mayor fortuna de cada uno sea el bienestar de todos; en donde la más alta satisfacción sea estar bien con uno mismo, con nuestras conciencias, en la misma medida en la que se está bien con los demás, con la diversidad de prójimos, mediante la convivencia y el espíritu de servicio a la comunidad.
Naturaleza y cultura
Una de las novedades actuales, radica en la reflexión constante y reformulación de temas de actualidad, tales como pluralidad, igualdad, justicia, libertad, sustentabilidad medioambiental, territorialidad, patrimonio cultural, equidad de género y formas de gobierno en las sociedades cultural y étnicamente diversas, entre otros.
Diversas organizaciones civiles (UNESCO), han elaborado documentos importantes sobre diversidad cultural y temas relativos, los cuales deben ser incluidos en nuestra Carta Magna y ser una plataforma medular de la nueva sociedad y el nuevo país que queremos construir. En materia de reconocimiento de la diversidad, en México no sólo nos hemos empantanado, sino que hemos retrocedido, y como ejemplo están los “Acuerdos de San Andrés”.
La actual sociedad está caracterizada por su diversidad cultural, humanidad y diversidad van de la mano, y no hay visos de que ello vaya a cambiar. Esta variedad constituida por una multitud de etnias y pueblos totalizan una enorme riqueza en formas de sistema de organización social, lenguas, símbolos, creencias y saberes tradicionales, a las que se suman constantes innovaciones de todo tipo.
Desafortunadamente, las políticas públicas aplicadas en el país han golpeado despiadadamente a las comunidades y pueblos, indígenas y no indígenas. Dichas políticas son en gran medida responsables de la trayectoria descendente que sufrieron durante décadas los pueblos y comunidades. El indigenismo convencional debe ser considerado pieza maestra de las diversas fuerzas (política, económica y sociocultural), que se conjugaron para buscar la disolución de los pueblos como tales.
La promesa original del gobierno postrevolucionario fue, según sus ideólogos, procurar “la integración del indio a la sociedad nacional con todo y su bagaje cultural”. Pero ha sido lo contrario, los resultados del integracionismo no avalan la meta inicial de respetar las especificidades socioculturales. Se ha dejado una estela de disolución cultural, destrucción de identidades, miseria social, opresión política y conflictos cada vez más agudos.
Ante esto, quedan dos reflexiones:
1. La globalización no provoca homogeneización sociocultural, por el contrario, estimula la cohesión étnica, la lucha por las identidades y las demandas de respeto a las particularidades. La universalización no es equivalente a uniformidad identitaria, sino de pluralidad. Es un error esperar que la globalización resuelva los conflictos que la diversidad trae consigo; para ello, se requieren medidas que implican cambios de fondo.
2. Debemos tener claro que la diversidad no es un hecho pasajero, pues es una condición inherente a los seres humanos. Por todo lo anterior, se deben descartar las vías que buscan eliminar a las culturas que se apartan de los patrones dominantes. Es necesario tomar en serio la urgencia de efectuar reformas audaces para abrir espacio a la diversidad e instaurar nuestro propio régimen de autonomía.
Las naciones se hallan indisolublemente ligadas entre sí y con la naturaleza. La realidad de este siglo es de globalización e integración a escala planetaria. Hoy se vive una crisis en la industria, en la economía y en otros ámbitos, pero todo proyecto alternativo debe evitar contribuir con esa crisis, muy al contrario, se deben cuidar los recursos y utilizar la tecnología a nuestro favor.